Mis mejores inventos

Entre los documentos en papel hallados en la habitación 3327 del hotel New Yorker el 9 de enero de 1943 se encuentra este texto escrito por el propio Nikola Tesla. A modo de versión renovada de su famoso “My inventions”, Tesla rememora las que para él han sido sus mejores creaciones. Nada de extrañar si no fuera por tres detalles: uno) perece escrito varias décadas después de su descubrimiento; dos) inventos como la máquina del tiempo o el recogedor que no deja raya están aún en fase de desarrollo; tres) desconcierta el uso del pósit que Tesla emplea para marcar algunas partes del texto, especialmente porque Tesla era demasiado pulcro como para emplearlos y porque en realidad no se inventaron hasta 1968 (mismo año en el que se inventó el formato VHS, aunque no se comercializó hasta más tarde).

Curiosamente, este texto estaba escrito en un código que ni los mejores criptógrafos consiguieron traducir durante décadas (y que, además, solo aparece en este breve texto). Hoy podemos divulgar su contenido gracias al trabajo del técnico de origen escocés Miguel Abril, que logró descodificarlo en los quince minutos de pausa para el desayuno.

Reproducimos aquí el texto integro, cuya investigación ha generado más de un centenar de artículos en revistas especializadas y cuatro tesis doctorales.

 

Mis "mejores" inventos - Nikola Tesla

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Mis mejores inventos

A lo largo de mi vida me han preguntado muchas veces cuál fue mi mejor invento. ¿Y qué respondía yo? Hace unos años habría tardado horas en contestar y habría necesitado consultar mis notas y apuntes. Sin embargo, ahora, contemplando a la Humanidad en su apogeo tecnológico, no me cabe la menor duda: mi mejor invento fue la corriente alterna.

La corriente alterna

Es cierto, no se puede decir que eso sea un invento, sino más bien un descubrimiento, pero los instrumentos y tecnología necesarios para crear y manipular la corriente alterna sí que fueron invención mía. Ahora observo con orgullo que la Humanidad ha adoptado mi sistema, en lugar de la corriente continua de Edison. En realidad, era lógico y, en principio, solo cuestión de tiempo que se dieran cuenta de sus ventajas. ¿De verdad pensaba ese maldito ingrato que su corriente continua, que precisaba de estaciones repetidoras cada pocos kilómetros debido a sus escandalosas pérdidas, iba a ser la solución para iluminar el mundo? No, la cosa caía por su propio peso. La corriente alterna, mi corriente alterna, puede enviarse a miles de kilómetros de distancia sin apenas experimentar pérdidas. Tan solo hay que aumentar su tensión para disminuir su intensidad, mandarla por un cable y luego, en su destino, volver a bajar su tensión al valor necesario mediante un simple transformador. Fácil. Rápido. Eficaz. La cosa caía por su propio peso, sí. Era cuestión de tiempo, sí. Y, sin embargo, confieso que durante años me preocupó que, con sus malas artes, Edison consiguiera convencer al mundo de que la corriente continua era la solución. ¿Que la corriente alterna es peligrosa? ¡Falso! Solo hay que saber manipularla. ¿Que puede matar a un elefante? ¡Pues claro! Pero también lo puede hacer la corriente continua: basta con aumentar lo suficiente su tensión e intensidad. De hecho, dadme cualquiera de los inventos de Edison y un elefante, y veréis que yo también consigo matarlo. Pero, claro, él se quedó con el único paquidermo que había que sacrificar… Además, ¿qué culpa tendrán esos pobres bichos de lo que nos traigamos entre manos nosotros, los humanos?

 

Dadme cualquiera de los inventos de Edison y un elefante, y veréis que yo también consigo matarlo

La clave de la corriente alterna, lo que le da tantas posibilidades de manipulación y de transporte, reside en que es variable. Y una corriente variable genera un campo magnético a su alrededor, cosa que no puede hacer la corriente continua. A efectos prácticos, podríamos decir que la corriente alterna es intercambiable con el campo magnético. Es decir, que podemos convertir una corriente en campo magnético y viceversa mediante el uso de transformadores. Un transformador no es más que un par de rollos de cable eléctrico enrollados en torno a un núcleo metálico. El primer rollo, que en un alarde de imaginación bauticé como ‘primario’, genera un campo magnético que es recogido y transmitido por el núcleo metálico hasta el segundo rollo de cable. Y ahí, en el secundario, se produce el efecto inverso: el campo magnético del núcleo se convierte en corriente alterna. Pero ahora es donde viene lo bueno: la corriente del primario y la del secundario no tienen por qué ser iguales, porque la conversión de corriente a campo magnético y viceversa depende del número de vueltas que le hayamos dado al cable. Así que jugando con el número de vueltas o espiras de primario y secundario se pueden variar las tensiones e intensidades de las corrientes. Este no solo es el fundamento de los transformadores que inventé para manipular la corriente alterna y así conseguir transportarla a grandes distancias, sino también el de otra de mis creaciones y que es, tal vez, mi invento más espectacular. Me estoy refiriendo, por supuesto, a mi bobina. La bobina de Tesla, vamos. Ese dispositivo con el que conseguí emular el poder de la naturaleza generando chispas eléctricas de la potencia de rayos. Pues bien, mi bobina no es más que un transformador un tanto especial, que genera una diferencia de potencial tan grande en el secundario que el aire, a pesar de ser aislante, no es capaz de contenerla. No es solo eso, claro, porque para conseguir una acumulación de energía semejante no basta con un transformador convencional, sino que hay que utilizar circuitos resonantes de alta frecuencia, con varias bobinas y condensadores de alta tensión.

La torre Wardenclyffe

 

Sin embargo, mi bobina era mucho más que un simple generador de rayos para espectáculos nocturnos. Mi bobina era, nada menos, que el pilar sobre el que pretendía sustentar el desarrollo de una de mis ideas más grandiosas: la transmisión de la electricidad sin hilos, que habría permitido a toda la Humanidad disfrutar de los beneficios de la energía sin coste alguno. La base sobre la que debía apoyarse este proyecto eran las torres de transmisión, en cuyo prototipo trabajé durante cuatro años en mis laboratorios Wardenclyffe, en Long Island. La torre Wardenclyffe era básicamente una bobina de Tesla gigante, de casi sesenta metros de altura, que elevaba la tensión de la corriente alterna a cientos de miles de voltios. Allí demostré sobradamente que la transmisión de energía sin cables no solo era una posibilidad, sino una realidad. No en vano conseguí encender decenas de bombillas que previamente mis ayudantes y yo mismo habíamos enterrado parcialmente en el terreno circundante. Las bombillas, sin utilizar cables ni ningún tipo de conector, se iluminaban aprovechando simplemente la diferencia de potencial entre el suelo y el aire ionizado por la alta tensión creada en la cúspide de la estructura. Un éxito rotundo, sí. Pero la torre no se limitaba a eso, porque desde ella también planeaba enviar señales electromagnéticas para la transmisión gratuita de voz, de música, incluso de imágenes… Sí, habría sido maravilloso, y, sin embargo… ¿Que por qué abandoné este ambicioso proyecto? No, no. No fui yo. Yo seguía teniendo ideas y desbordando ilusión, pero parece que mi patrocinador, el banquero J. P. Morgan, no estaba en la misma onda, si me permiten el juego de palabras. Yo seguía teniendo ideas, sí, pero él dejó de financiarme y, por muy elevados que sean los motivos que nos mueven, solo con ideas no se pueden levantar torres de sesenta metros. Cuando Marconi realizó la primera transmisión de radio transatlántica, usando por cierto más de diez de mis patentes, creo que Morgan tuvo la sensación de que habíamos perdido una batalla, a pesar de que yo ni siquiera sabía que estábamos en guerra. O, tal vez, se dio cuenta de que la transmisión de energía gratis no iba a reportarle ningún beneficio. El caso es que dejó de financiar mis experimentos, y la torre finalmente fue derribada durante la Primera Guerra Mundial, porque, según me dijeron, dificultaba el despliegue de los globos cautivos. Valiente tontería.

El motor polifásico de inducción

La bobina de Tesla es espectacular, no cabe duda, pero desde el punto de vista práctico, tal vez mi invento más logrado relacionado con la corriente alterna sea el motor de inducción. La idea, como suele suceder con los mejores inventos, es muy simple: el motor tiene una parte fija, el estator, que está formada por varios módulos o polos dispuestos en círculo. En su interior hay una pieza giratoria, el rotor, a la que se engancha el eje o el mecanismo al que queremos dotar de movimiento. Si se suministra corriente a uno de los polos, se generará, como sucedía en los transformadores, un campo magnético, y el rotor girará para orientarse según el mismo. Si este proceso se repite sucesivamente para cada uno de los polos del estator, el rotor irá cambiando de posición, de forma que, realizándolo de forma sincronizada, obtendremos una rotación completa. Sencillo, ¿verdad? En realidad lo que se suele conectar a los polos del estator es corriente polifásica. Es decir, varias corrientes desplazadas en fase, pero desde el punto de vista práctico eso es equivalente a una corriente que se desplace a través de los polos. Lo mágico de este invento es que conseguimos transmitir el movimiento al rotor sin necesidad de ejercer contacto físico sobre él, así que prácticamente eliminamos el rozamiento. ¿A que es elegante?

El control remoto

Mis inventos no se limitaron a dispositivos relacionados con el aprovechamiento y manipulación de la corriente alterna. Con lo fascinante que es la naturaleza, la cantidad de matices que nos ofrece y la variedad de formas en las que expresa su poder, ¿por qué iba a limitarme a eso? Trabajé en el desarrollo de otros muchos ingenios que despertaron la curiosidad del gran público (y sospecho que también de la comunidad científica, aunque la mayoría se negara a aceptarlo), que llenaba los asientos de los escenarios donde hacía mis presentaciones. Me viene a la memoria, por ejemplo, aquella demostración que hice en el Madison Square Garden de Nueva York, allá por el año 1898, en la que controlaba los movimientos de un barco autopropulsado mediante un mando a distancia inalámbrico.

A la vista de aquello, los más ingenuos pensaron que estaba haciendo magia, al controlar un ingenio mecánico a través de mi mente. Los más desconfiados, que lo que estaba haciendo era trampa, bien porque una persona dentro del propio barco era la que gobernaba sus movimientos, bien porque el mando utilizaba un cable oculto bajo el agua. Pocos, si hubo alguno, entendieron que el control se realizaba mediante un circuito eléctrico situado dentro del bote y sintonizado exactamente a las vibraciones eléctricas del tipo adecuado, que se transmitían desde un oscilador eléctrico colocado en el mando. Este circuito, al responder, aunque débilmente, a las vibraciones transmitidas, influía en imanes y otros artilugios, a través de los cuales se controlaban los movimientos de la hélice y el timón. Me enorgullece pensar que, gracias a aquello, las generaciones posteriores me considerarán el padre de la robótica. Y es que, aunque el mando a distancia de aquel barco solo fue un modesto comienzo, en el que los más cortos de miras no vieron aplicación alguna y los más malévolos solo vieron la posibilidad de controlar un torpedo autopropulsado para hundir buques enemigos, mi idea iba mucho más lejos. El arte que desarrollé no contemplaba únicamente el cambio de dirección de una nave que se mueve, sino que ofrecía los medios para un control absoluto, en todos los sentidos, de los innumerables movimientos de traslación, así como de las funciones de todos los órganos internos, con independencia de su número, de un autómata individualizado. Desgraciadamente, como sucedió con tantos otros proyectos, este, que habría marcado sin duda el inicio de una nueva era en la relación del hombre con las máquinas, tampoco llegué a terminarlo.

El recogedor que no deja raya

Sin embargo, a pesar de la evidente utilidad de todas las invenciones que he descrito hasta ahora, tal vez la innovación tecnológica que mejor podría haber acogido el gran público fuera una que pergeñé ya en el ocaso de mi vida: el recogedor que no deja raya. En febrero de 1940 conseguí, en efecto, un instrumento que, valiéndose de un ingenioso mecanismo, precisaba de un solo empujón del cepillo para recoger toda la basura acumulada. A pesar del gran avance que este artefacto suponía respecto a los modelos existentes, en los que había que realizar varios arrastres del cepillo posicionando el frente del recogedor perpendicularmente a la raya precedente, los estamentos dominantes en el pequeño y cerrado mundo de la física aplicada a la tecnología dieron al traste con aquella maravillosa obra de la orgullosa mente creadora humana.

Podríamos seguir hablando sobre mis inventos durante horas. Setecientas patentes son muchas patentes, y entre ellas se esconden ingenios fascinantes como la turbina sin aspas, la luz fría o la visión de rayos X. O el sistema de despegue vertical para máquinas voladoras. O la plataforma vibradora, o la máquina generadora de terremotos, o incluso la máquina del tiempo, cuya semilla planté yo y que después, sin embargo, nadie ha sabido llevar a buen término. Podríamos hablar, por qué no, de una aplicación inmediata de la transmisión de energía sin cables, que afortunadamente nadie ha sabido o nadie ha pensado en desarrollar, y que yo bauticé como ‘el Rayo de la Muerte’. Podríamos hablar de ello, sí, pero dado que siempre he sido de la opinión de que la ciencia y la técnica deben tener como único fin el bien de la Humanidad… prefiero no hacerlo.

 

Reproducción literal de 'Mis "mejores" inventos' (Nikola Tesla - ????) Documento encontrado en el escritorio de Tesla en la habitación 3327 del hotel New Yorker el 9 de enero de 1943

 

 

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"Los Teslablogs" han sido galardonados con una Mención de Honor en la categoría de Trabajos de divulgación científica en el certamen Ciencia en Acción 2013